La Suave Brisa
Era una noche de verano y un fuerte ruido me despertó de mi pesado sueño. Mi cuarto se alumbraba cada 5 minutos y las gotas no dejaban de caer con insistencia en mi ventana. El viento soplaba con fuerza y su sonido opacaba cualquier otro. Recuerdo que un solo pensamiento cruzó por mi mente en ese momento: Pentecostés.
Los Apóstoles puede que no hayan vivido una noche tan diferente como esta. O tal vez, todo lo contrario. Tal vez, la naturaleza jugó a su favor, y ese día estuvo soleado, todos habían cumplido con la misma rutina, y la expectativa de algún cambio no tenía cabida en sus pensamientos. Porque al final, ¿sabían a quién esperaban?.
Jesús había convivido con los Apóstoles 24/7 durante toda su vida pública. Ellos creían en Él y lo amaban. ¿Acaso no tenían al Espíritu Santo entonces? ¿Acaso no lo conocían?. Jesús vino a revelarnos el amor del Padre, pero también a mostrarnos la fuerza del Espíritu. Los apóstoles, ya habían visto y conocido al Paráclito. Lo habían visto hacer milagros, lo habían visto orar, incluso lo habían visto jugar con los niños. Lo conocían y lo amaban. ¿Cuál fue la diferencia entonces en Pentecostés?.
Se nos revela a través de las Escrituras cómo el Espíritu Santo va jugando un papel importante a lo largo de la historia de la Salvación. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, el Espíritu Santo va apareciendo brevemente en algunos pasajes. Pero es justo en Pentecostés, cuando su protagonismo se vuelve más evidente.
Un nuevo modelo de presencia se activa en ese momento. El Paráclito existía desde el inicio de los tiempos, y por ende existía dentro de cada corazón creado. Sin embargo, su modo de “operar” funcionaba más como huésped que como fuerza. Al momento en que Cristo es glorificado a la derecha del Padre, la promesa y la misión de Cristo, se cumple.
Este bautismo en el Espíritu, que tanto propagaba Juan el Bautista, llega como agua refrescante hacía los Apóstoles. Este modus operandi que tenía anteriormente el ES, cambia a ser la Fuerza de lo Alto. Al recibirlo, al abrir su corazón, y al activar todos los dones y carismas, era de esperarse que las alabanzas no cesarán y que una valentía sobrenatural recorriera cada rincón de su cuerpo.
A partir de ahí, se desenlazan todos las historias de Pablo, de Lucas, de Pedro, de las primeras comunidades cristianas, y en cada pasaje existe un recordatorio de la presencia y de la fuerza del Espíritu Consolador.
Siglos más tarde, estamos igual que los Apóstoles a puerta cerrada, sólo con nuestros familiares más cercanos, haciendo oración. Y aunque el día parece de lo más ordinario, aquella fuerza que arrasó con el corazón de los Apóstoles sigue teniendo el mismo efecto en nosotros.
Pentecostés es una noche de alabanza, de agradecimiento, pero sobre todo es el recordatorio de que el Espíritu sigue moviéndose y soplando donde quiere. Sin tener barrera de tiempo, espacio o persona.
Y quién sabe, puede que el Espíritu Santo te hable en una noche de verano, a punto de empezar una tormenta eléctrica.