La Alegría en la Verdad
En un mundo oscurecido por el miedo y la adversidad, un destello de esperanza nos invita a dejarnos iluminar por la luz de la verdad. Una fuerza que nos motiva a dejarnos transformar y a caminar hacia la eternidad. Una convicción que le da sentido a nuestra misión y que late ferviente en el fondo de nuestro corazón. La seguridad de que aún existe la bondad en un mundo lleno de tinieblas y en medio de una tempestad, de que aún vale la pena amar con intensidad y que hemos sido llamados a la auténtica libertad. Una felicidad que no se limita a un espacio ni a un lugar y que solo puede ser encontrada en el interior del ser humano, donde habita la verdad. Nos recuerda que, a pesar de la fragilidad existente hemos sido llamados a lo trascendente, más allá de nuestros temores y limitaciones. Confiar y tener fe en medio de la dificultad, es un acto de valentía y es recordar lo valiosa que es la vida.
El camino hacia la felicidad se inicia comprendiendo y descubriendo nuestra identidad: quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy. Reconocer que fuimos creados nos hace recordar que somos verdaderamente amados y que nuestra vida tiene un significado. Benedicto XVI comentó en alguna ocasión que el ser humano no es resultado de la casualidad, sino que somos fruto del pensamiento del Creador, que nos mira de forma benevolente y misericordiosa. Hemos nacido por y para el amor y solo en él comprendemos mejor lo que somos: hijos amados y creados a imagen del mismo Dios. Desde nuestro origen tenemos un anhelo de Verdad que solo en Dios podemos encontrar, solo en él se encuentra la verdadera felicidad. Somos realmente felices cuando nos atrevemos a contemplar, a mirar lo creado con los ojos del amor, a descubrir lo que esencial, cuando nos dejamos asombrar y maravillar por sus obras y la belleza que habita en ellas. Nuestro gozo se fundamenta en un Dios que se revela a su pueblo, que se muestra en todo su poder y bondad, un Dios que camina con su pueblo y lo guía hacia la libertad. El ser humano se conoce a si mismo cuando responde a su infinito amor, alaba al Creador cuando actúa con gratitud y reconoce que todo es gracia recibida, cuando reconoce que es contingente y acude a la raíz de todo lo existente.
Nuestra máxima alegría se centra en Cristo que se hace carne y entra en nuestra historia. La certeza de que somos amados de un modo incondicional y que su alianza perdura por la eternidad, de un Dios que le ofrece su amistad a toda la humanidad y que nos ama de forma personal. De un Dios que mediante su sufrimiento lo hizo todo nuevo, el Dios de la esperanza restaurada, de la verdadera vida en abundancia. En el Redentor, Dios alcanza la plenitud de su revelación y se manifiesta en su todo su esplendor, su misión restablece el lazo de unidad del ser humano y el mismo Dios. La verdad misma se introduce en nuestra frágil y débil condición humana, y decide amarla hasta el extremo. El amor que parecía tan lejano e indiferente, se entrega por el hombre y perdura para siempre. El camino de la perfección humana pasa por la cruz, donde se encuentra toda esperanza, ahí reside el perdón y la salvación. Su gracia se derramó para sus hijos muy amados, que a pesar de su pecado han sido perdonados. Donde hubo muerte, floreció la vida. A pesar de nuestra historia, Dios nos ha mirado con misericordia. En Cristo hemos sido transformados, solo en Él encontramos lo que realmente significa ser humanos. Un Dios que sufre, que nos ha hecho libres. Un Dios que nos invita a lo nuevo, a dejarnos moldear por su bondad, que camina con nosotros hacia la santidad. En Cristo alcanzamos plenitud, a medida que lo conocemos más y más nos conocemos mejor a nosotros mismos. Un Dios que nos invita al encuentro del otro, a que su mensaje sea conocido por todos, que nos invita a irradiar libertad y del mundo ser sal y luz. Un Dios que nos invita a ser portadores de alegría, a ser instrumentos de su gracia, a compartir el gozo de ser infinitamente amados.
¡La alegría del cristiano es el amor! Un amor que es comunión, y que comparte un mismo origen y una misión. La alegría de ser salvados, el gozo de haber sido perdonados y la certeza de que somos infinitamente amados. El cristiano es portador de alegría en un mundo sediento de esperanza, está llamado a compartir la alegría del evangelio: la palabra viva de Dios que nos da vida. El cristiano es verdaderamente alegre cuando se da a los demás, cuando vive la caridad y convive de forma fraterna con sus hermanos; cuando practica la justicia y lucha por los desamparados y los necesitados. Se alegra en Cristo, que ha resucitado y nos ha salvado de todo pecado. Su felicidad consiste en reconocerse llamado a la eternidad y es deseo insaciable de Dios lo impulsa a encontrarlo en todo. El cristiano explota de alegría al recordar que la vida ha vencido a la muerte y que el amor vence siempre.
La alegría mucho más que una emoción es una convicción, una actitud ante la vida que le permite mirar con esperanza los momentos de nuestra vida. Es una decisión que conlleva un compromiso y un cambio interior. A pesar de lo adverso, encontrar ahí la luz de la verdad. Tal y como lo diría Víctor Frankl, padre de la logoterapia y sobreviviente del holocausto judío, el ser humano posee la libertad interior para decidir como reaccionar ante los acontecimientos, que perspectiva adoptar ante los condicionamientos que se le presenten. Somos los únicos capaces de encontrar significado cuando todo parece estar acabado, de poder crecer y aprender a pesar de las circunstancias en las que nos encontremos, de tener fe cuando podemos estar resignados. Este es el verdadero espíritu humano, de lucha y de resiliencia, de superación y de ímpetu. El cristiano es aquel que se alegra en su debilidad, porque ahí es donde se manifiesta la gracia, el que se reconoce necesitado de Cristo y ahí es donde encuentra la verdadera libertad.
Ser cristiano significa reafirmar que estamos llamados a la santidad, que somos de Cristo y para Cristo, y encontrar en Él la felicidad que tanto anhela nuestro corazón. El Creador nos ha predestinado y en Cristo podemos alcanzar este llamado.
Es propio del cristiano vivir siempre la alegría al máximo y compartirla con todos, la alegría de que hemos sido salvados y que su amor nos sostiene. Se disipan los miedos y ya no existe camino incierto, nuestra vida es el Resucitado y ni siquiera la muerte es capaz de apartarnos de su amor. La alegría cristiana es una invitación permanente a mirar el mundo con los ojos de Cristo, una mirada de esperanza ante la realidad y que nos motiva a confiar en la Verdad.
Roguemos la intercesión de María, la Madre del Salvador, que supo contagiarnos con la alegría de su entrega profunda y total, y que de forma valiente se atrevió a amar sin límites y supo ser fiel a la voluntad de Dios en todo momento.
¡Vivamos la alegría de ser amados incondicionalmente!
"Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca."
Filipenses 4, 4-5